Nos recogimos pronto porque el huracán ya estaba encima. El hotel era un antiguo convento de monjas reconvertido en alojamiento modesto. Gruesos muros, ventanas mínimas, habitaciones grandes y vacías, camas muy altas y un toque de lujo: ruidosos ventiladores de pie repartidos por todo el establecimiento. El calor era insoportable.
Tras la cena se desató afuera un infierno de viento y lluvia. Mi esposa se fue a intentar dormir, y yo me acodé en la barra del bar junto al único parroquiano que había; el policía del hotel. Un hombre menudo, con un bigotillo ralo y aspecto cansado. Estuvimos tomando cervezas, que pagué yo.
No hay día bueno, me contó. Vivo lejos, y con el huracán no puedo volver a casa. Esta mañana, en mi barrio no había electricidad ni gas. Hemos hecho el desayuno quemando un leño.
En unos sofás dispuestos en ele, dos chicas cubanas tonteaban con dos españoles maduros. Una de ellas vino hasta el policía y sin hablar le dio unos billetes hechos un canuto, que él se guardó en un bolsillo sin revisarlos. Sonreí.
- ¿Una buena propina?
- Si fuera todo para mi...
Estuvimos charlando hasta tarde. Nos quedamos solos. Los tórtolos debieron irse a alguna habitación. Bien entrada la noche, di la mano al policía y me fui a dormir.
La mañana siguiente nos levantamos tarde. El huracán ya había pasado, recogimos las cosas y fuimos a hacer el checkout.
En recepción, pregunté a la empleada si el policía había podido volver a casa sin problemas.
La chica me miro inexpresiva y respondió con ese tono declamatorio oficialista cubano:
- Disculpe, señor, pero sin duda está Ud. confundido. En este hotel no tenemos ningún policía.
Asentí, recogí los pasaportes y nos fuimos.
Ordenando unas cajas con papeles he encontrado un Granma de aquellos días y me he acordado del policía que no existió.
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