Se llamaba José Sada, pero todos le conocían como el Tio José. Corta estatura, denso pelo blanco, cabeza gorda y potente voz de barítono. Era uno de los 6 ú 8 carpinteros que mataban las mañanas de los domingos charlando en una chopera, a la orilla del Ebro. Yo tendría unos 10 años, y mi padre me llevaba con él a aquellas tertulias.
Aquella mañana de enero había helado por la noche y la niebla no terminaba de levantarse. Encendieron una hoguera y varios de ellos la atizaban de vez en cuando con un palo. La conversación iba de días buenos y malos, y el Tio José contó su “día mas feliz”:
Fue -explicó- un día de mucho frío, como hoy. Estábamos en el frente de Teruel y llevábamos semanas o puede que meses, acosados por la artillería y la aviación, avanzando y retrocediendo, recogiendo los muertos que eran muchos, malcomidos, llenos de piojos, agotados.
En uno de aquellos avances me alcanzó un tiro en una pierna. Me echaron en una camilla y me llevaron a retaguardia. El primer sanitario que vio la herida dijo:
- ¡Chaval, para ti se ha acabado la guerra!
Ese fue el mejor día de mi vida, y aquella frase la más bonita que me han dicho nunca.
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En aquel mentidero de carpinteros, yo aprendí rudimentos de política (eran antifranquistas) y de filosofía. Sobre esto último, el Tio José repetía a menudo:
Tan mala es la abundancia como la escasez.
Frase que pide mármol, y muy de actualidad en nuestros ricos países occidentales.